Por: Adelmar Ramírez
Diseño: Damian Balderrama
Fotografía: Justin Rodríguez
Vivir en la calle tiene sus ventajas. Para Lars Eighner, por ejemplo, significó volverse famoso. Eighner escribió una historia en 1993 llamada “On Dumpster Diving”, donde narra sus aventuras escarbando basureros y en la que da consejos sobre lo que encuentra. Igual y comparte sus meditaciones: cómo saber si la comida hindú está en mal estado, su re-adaptación a los niveles socioeconómicos, corrección de ensayos universitarios con pésima ortografía, etc.
Para Eighner, escarbar basureros es tanto un deporte como una forma de consciencia social y ambiental. Llevar al extremo la máxima de reusar y reciclar. Así como este escritor, hay varias personas que le encuentran el lado positivo a las adversidades.
LAS DERIVAS
Ahora están cayendo las hojas del otoño. Comienza algo de frío. Alrededor, las casas se visten de tintos amarillos y cafes. De un atardecer temprano y un ocaso opaco.
Sudhakar trae puesto un sombrero de paja que apenas se mueve. En este entorno, bien podría pasar por espantapájaros. Al preguntarle qué lo motivó a vivir en las calles responde: “es mi hobby”. Se sienta en un parque cercano a UTEP—desde en la mañana hasta en la tarde—escuchando música en su MP3. No está ahí para que le regalen dinero. Cuando la gente lo intenta, él se los regresa amablemente diciendo: “dar dinero es un delito”.
A pesar de tener el mundo para recorrer, usa el parque como una especie de oficina: hojea el periódico, saluda a quien va a hacer ejercicio. Si quiere comida, va y la pepena de los basureros. Según él, las cadenas de comida rápida desechan alimentos todas las noches en buen estado, simplemente porque se equivocaron con alguna orden o porque el cliente estaba insatisfecho. Cuando ocurre que le ganan la comida buena de la basura, recurre a los albergues, aunque confiesa tener un poco de alberguefobia.
“¿Has estado en México? ¿Conoces a alguien que críe ganado?” me pregunta.
“Si no, imagina como meten a las vacas en un corral. Esos lugares. Por ahí va la cosa, aunque no todo es tan malo”.
Sudhakar carga con libros, extra ropa y objetos que logró empacar de su vieja casa: una estatua de porcelana, un trofeo y fotografías acartonadas por la lluvia. Al preguntarle por esa vida, la que dejó sin empacar, menciona: “Trabaje en 1992 en la General Electric. Recuerdo que Bill Clinton entró de presidente y corrieron a algunos. De todas maneras, me hacía falta un cambio. Leer libros y pensar, simplemente pensar, para eso nunca tuve tiempo. El tiempo nadie te lo regala”.
Un apretón de manos y se despide. No muchos se detienen a sacar plática.
Hay, desde luego, otros tipos de personas con ese estilo de vida. Alfonso Sánchez–alias El Americano–vive en la Calle Tularosa, aunque no precisamente en una casa. Los vecinos le construyeron tapias en el callejón. La obra permanece sin acabar–es decir–sin techo. “Le hacen falta unas maderas, pero por lo pronto ya tengo chamarra,” él detalla, casi animoso. “Vivir es facilito cuando existen personas como Corina, que le echan la mano a uno, dándole de comer de vez en cuando”, dice mientras reconoce el apoyo de los vecinos que lo tratan como a una persona más del barrio.
El Americano tiene toda una estrategia de sobrevivencia. Ha notado que en el Big 8 (una tienda de comestibles) entre la Avenida Montana y Calle Copia, hay un espacio designado para la donación de ropa. Algunas personas evitan acercarse demasiado debido a que junto a ese contenedor, se tiran los desperdicios de comida y huele a algo intermedio entre vinagre y llantas quemadas.
De forma que las personas caritativas optan por dejar cajas con sus donaciones afuera del recipiente.
De noche, Alfonso recolecta los excedentes y el fin de semana, hace una especie de venta de cochera, sin cochera por supuesto. Ese dinero lo usa para comprar cervezas y cigarros y generar de ahí un mercado negro entre vagabundos. Como a algunos no los dejan entrar a las tiendas por temor de que se roben algo, Alfonso goza de privilegios por ser honesto, revendiendo el alcohol a precios de agiotista.
Su historia es peculiar. Desde joven trabajó en el Union Pacific para apoyar a su familia, ya que no contaba con una figura paterna. Luego su madre se volvió a casar y su padrastro lo echó de la casa. En la calle, conoció los vicios y aun cuando su madre lo recibió después de algún tiempo de vuelta en el hogar, ya se había acostumbrado a esa vida que se impone cuando las paredes faltan.
Pero el fenómeno no afecta sólo a hombres. Hay mujeres como Natassa, estudiante de la maestría en UTEP, que sufren adversidades, obligándolas a abandonar el hogar, aunque sea temporalmente. Ella desea permanecer anónima. Natassa conoció a un hombre proveniente de Grecia llamado Giorgos, quien la enamoró y la convenció de irse a vivir para aquel país y formar una familia. Al principio todo marchaba bien, hasta que Giorgos empezó a ponerse violento.
En aquella ocasión, jugaba su equipo de futbol favorito: el olimpiakós contra el panatikanós y perdieron. Tras la derrota, Giorgos arrojó al piso unas figuritas de cerámica que estaban sobre un mueble de la sala. Ese arranque de euforia fue suficiente indicio de la violencia que era capaz de mostrar su esposo. Al menos fue suficiente para que Natassa tomara la decisión de marcharse antes de que fuera demasiado tarde y la próxima vez no fuera cerámica sino ella misma. “Me fui al refugio para que se diera cuenta de que no me dejaba, que podía desplazarme en esa ciudad extraña, a pesar de tener en ese momento un niño de cuatro años y un recién nacido”, ella dice.
Natassa describe que aquel día simplemente metió lo que pudo en la maleta y se dirigió a la asociación en Sytagma Square en Lycabittus, Atenas. “Era una puerta negra con una pequeña ventana en un barrio escondido. No me querían abrir”, dice Natassa. “La mayoría hablaban ruso o griego, y yo no hallaba como explicarles mi situación. Inclusive, Giorgos me llamó amenazándome que me deportaría y que había albaneses que se dedicaban a golpear o matar gente y no dudaría en enviarlos”.
Luego Natassa se vio ante otro problema: el camino de regreso a su antigua casa. Cruzar de Grecia a Italia para después emprender el viaje hacia América, con fondos limitados y con la mala suerte de haber perdido su maleta en el aeropuerto, es demasiado pesado. Aun asi, tenia dos bocas que alimentar, además de la suya. Por una temporada se vio obligada a vivir con las monjas, seguir sus hábitos de claustro, hasta que su familia pudo enviarle el dinero de los pasajes de avión.
Tomando en cuenta estos casos, es vital comprender que la indigencia no es genérica. Es decir, no hay un modelo de causas o consecuencias que inciten a las personas a dejar sus hogares. A veces, son las condiciones económicas o familiares, inclusive los amigos pueden ser un factor determinante. Este problema no solo afecta a hombre, también a mujeres y todas las edades están en riesgo de padecer esta situación. Es importante tener en cuenta que el abandono del hogar puede ser una cuestión temporal. Actualmente, en El Paso, existen alrededor de mil indigentes, cada uno con una historia particular. Valdría la pena preguntarles sobre su situación antes de juzgar su apariencia.
In Brief
If one asked Sudhakar why he chose to live in the streets, he’d say “it’s my hobby.” He sits at a park near UTEP from sunrise to sunset listening to music on his MP3 player. He’s not there to beg for money. If someone tries to give him some, he returns it respectfully and says “giving money is a crime.”
Whenever he’s hungry, Sudhakar will dumpster dive. He says it’s easy to find good food quickly, since much of it is thrown out every night simply because an order was wrong or a customer wasn’t satisfied.
Sudhakar carries books, extra clothes and objects he couldn’t leave behind at home: a porcelain statue, a trophy and photographs with a casing for protection from the rain.
A shake of hands and he says goodbye. A lot don’t stay and talk. But there are other types of people who live this homeless lifestyle.
Alfonso Sánchez, who goes by El Americano, lives on Tularosa Street, although he doesn’t actually have a house. His neighbors built a shelter for him in the alley. It’s not finished yet, he still needs a roof.
“Living is so much easier when people like Corina exist, people who lend a hand and give you something to eat every once in a while,” he says as he recalls the support his neighbors have given him.
El Americano has his own survival strategy. He says that the Big 8 supermarket on Montana Avenue and Copia Street have a designated area for clothing donations. Some people leave their clothing outside the supermarket and at night, he’ll take the clothes and sell it for beer and cigarettes and form a black market among vagabonds.
As a kid, he worked at Union Pacific to help his family, since he was considered the man of the house. Later, his mother remarried and his stepfather kicked him out. On the streets, he began using drugs and when his mother tried bringing him home after some time, he had already become accustomed to living on the streets.
This lifestyle is not just for men. There are women such as Natassa, an education student at UTEP, who have suffered adversity, forcing them to leave home even if it’s temporary. She asked to remain anonymous.
Natassa met and fell in love with a Greek man named Giorgos. He convinced her to move to Greece with him and start a family. At first everything was fine until he became violent.
Once she became aware of her husband’s capacity for violence, she decided to leave. Natassa decided to put as much as she could fit in one suitcase and she left for a shelter in Lycabittus, Athens. “There was a black door with a small window in a hidden neighborhood. They didn’t want to open it for me,” she says. “The majority of them spoke Russian or Greek, and I couldn’t tell them my situation. That’s when Giorgos called me and threatened to have me deported, and that he knew some Albanians who loved to beat and kill people and he wouldn’t hesitate to get them involved.”
That’s when Natassa had to face a new problem, returning to her old home. She crossed the border into Italy to begin her trip back to America. But she had limited funds and two mouths to feed, a 4-year-old and a newborn. Temporarily, she ended up living with nuns, until her family was able to send her enough money for plane tickets.
Homelessness isn’t generic. It doesn’t have a certain model of circumstances or situations that make people leave their homes. In El Paso alone, there is approximately 1,000 individuals living without a home.